35. El modo de presencia en el mundo, en la Iglesia y en la propia Comunidad hasta aquí descrito, lo recibimos de Jesús Resuci­tado, el Cristo Cósmico, que es anterior a todo y por quien todo en el universo obtiene su consistencia, autonomía, comple­mentariedad y trascendencia.

36. Experimentamos que, a pesar de nuestras resistencias, Jesu­cristo es la Palabra Encarnada, eternamente viva, asombrosa y sorprendente que, de forma tenaz, busca el encuentro y comu­nión personal con cada uno de nosotros.

Desde El se va recreando en nuestro corazón la sabiduría del Amor y la verdad de nuestra relación con Dios, con las personas y con el mundo.

37. Por esta Palabra divina y humana que es Jesús, llegamos a la ex­periencia de que Dios es nuestro Padre en quien confiar: «iAbba!». Por Jesús, despertamos a la alabanza, a la adoración, a la contemplación y a la obediencia más íntima: «¡Heme aquí!»

38. En la Comunión con Jesús, y a medida que nos sumergimos en ella, obtenemos la luz interior que nos permite sentir a los hom­bres,por particular vocación a los jóvenes, como hijos de Dios, Umanos nuestros con quienes vivir en gratuidad, com­partiendo con ellos nuestra realidad, pero también nuestro afán de superación y nuestra esperanza vital.

39. Por este conocimiento interior que el Señor va depositando en nosotros, nos experimentamos en el mundo formando parte de la Creación como colaboradores de su obra. De ahí el coraje a favor ‘ de los avances y progresos de la Humanidad, pero con sentido de justicia y amor, en armonía con la Naturaleza.

40. Jesucristo se encuentra presente en los hermanos por la voca­ción que de El mismo recibimos. Crece en cada uno y en el con­junto, entre otras cosas por:

–     Los tiempos de silencio, orientados a lograr niveles más conscientes de nuestra auténtica realidad personal, social y creyente. Todo ello a la luz de la asidua meditación y escucha interior de la Palabra de Dios.

 –     La celebración de la liturgia sacramental, en comunión con el Misterio de la Iglesia, que en la Eucaristía encuentra su pleni­tud y realización última.

–     La oración en común. Con ocasión de todo encuentro de hermanos, la privilegiamos para experimentar la presencia del Señor.

 –     El servicio a los hombres y especialmente a la juventud, con un estilo de vida sencillo y alegre.

 –     La evangelización que nos hacen aquellos a quienes preten­demos servir.

–     El amor fraterno entre nosotros.

 –     Los criterios y orientaciones asumidos de nuestras Constitu­ciones, Credo y Líneas de Acción.

–     Las opciones y renuncias que cada uno debe realizar para centrarse en el misterio de su vocación personal y comunitaria, participando así por todas las dimensiones de su vida, en la en­trega del Señor a favor de todos los hombres.

41. Queremos ponernos en manos de Jesús para su obra de libera­ción y salvación, sin salirnos del mundo y, a la vez, sin identifi­carnos con cuanto no responda al Espíritu Evangélico. Esto no lo podemos vivir sin permanecer abiertos a la Cruz del Señor y a sus Bienaventuranzas.

42. La Bienaventurada Virgen María, Madre de Cristo, prototipo de la Iglesia Santa, es el ideal humano y espiritual de la Comunidad. Por una vida sencilla, unida en raíz a Jesús, coopera de un modo singular a la Redención.